La
Veladora.
Hace frío. Es casi media noche.
Es Diciembre. Un hombre enciende una veladora. Baja la cabeza. Hace una oración
en silencio. De sus ojos brota una trémula lágrima que resbala por su mejilla.
Se acomoda la chaqueta y enciende un cigarrillo. Se santigua frente al ‘pequeño pebetero de esperanza’. Se marcha a
dormir. Tras de él queda una llamarada donde arden sus deseos.
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La
tarde es fría. No ha mejorado el clima en la ciudad en tres días. Los diarios
hablan de una veintena de muertos por hipotermia –hay que desconfiar de las cuentas de los diarios, suelen ser
incorrectas; el lector debe ser objetivo y perspicaz. Los diarios se basan en
reportes ‘oficiales’ que nunca toman en cuenta a los que mueren abandonados en
un lote baldío o aquellos corazones solitarios que nunca saludan al vecino y
hasta que sus fétidos olores llegan a los extraños
se da uno cuenta de que la cuenta suma y sigue-. Un hombre, mejor dicho, un viejo se levanta de su cama. Abandona
con entusiasmo la sordidez de su cama y toma un baño. Se viste, no con sus
mejores galas, pero sí con las que más le gustan: pantalón de vestir oscuro,
camisa azul y un saco de tweed color beige. Se adorna el cuello con una corbata
de chillonas franjas amarillas y
blancas. Su cabeza la corona con aquel viejo y bien cuidado sombrero que
Miguel, -¡Ay, hace tantos años ya!- le regaló como agradecimiento de su
amistad. En sus ojos cansados brilla un poquitín
de aquella hermosa luz que reflejaba en sus años de juventud. Camina a la cocina
y toma un vasito de ‘Lambrusco’. Una
probadita para el frío. Hace años su doctor le dio visto bueno e incluso le
recomendó tomar una copita de vino –O de mezcal- por las mañanas. Todavía Edwin
bromea con él cuando el viejo se
justifica de su costumbre mañanera de beber antes del desayuno:
-Mira, cabrón, dos cosas nada
más: La primera, es sólo “una” copita; dos, el doctor “te recomendó” ¡Jamás te
recetó! Tomar por las mañanas, ¡pendejo!
A pesar de tantos años, la broma
sigue. Él ahora sí tomará sólo una copita. Aunque el frío cala, el mezcal no le
apetece.
Recoge de la mesa un paquete.
Revisa que esté en condiciones perfectas. Coge una caja de chocolates. Antes de
salir de la casa se aliña, revisa su camisa, se acomoda la corbata y se
persigna ante aquel altar que está al salir de su casa. Hace frío. No importa.
Es un día bello. Sonríe porque sabe que lo es.
Pasa por el garaje. Ve su
motocicleta. Se detiene y por su mente pasa un montón de recuerdo sobre ella.
Los rompevientos, las caídas, los
desperfectos en carretera, las empapadas frías y excitantes. Miró su prótesis y
dijo:
-¡Pinche Babieca! Aun así sabes
que sé que valió la pena cada minuto, cada kilómetro, cada aventura en tus
lomos.
Salió el viejo y caminó cuatro cuadras hasta el crucero. Busco a la florista
que entre vehículos ofrecía sencillos, pero hermosos ramos de flores. Escogió,
no las mejores, pero sí las más hermosas. Un hermoso ramito de rosas blancas y
rojas. Pasó de tener que transbordar para llegar al Hospital, así que decidió
caminar otras tres cuadras para tomar el colectivo que hace la ruta directa al
nosocomio –aunque el trayecto fuera más tardado, así le daría tiempo para
meditar sus palabras-.
Abordó el autobús. Camión viejo
que le fallaba el escape. Recordó aquel capítulo de “Bajo el Volcán” donde el
cónsul viajaba con Yvonne y Hugh en una carcacha –según Lowry-. Se sentó. Sacó
de su bolsillo un pequeño rosario que Vanesa, le dio el día en que quedó
huérfano de madre. Comenzó a pasar las cuentas entre sus dedos y sus labios
musitaban algo. Aquella mañana que Vanesa le había regalado ese diminuto
rosario de madera, no se había dado cuenta de la cantidad de Milagros que él generarían: fue la
primera vez que en verdad sintió la necesidad de la existencia de un Dios, y la
necesidad de que éste Dios fuera Amoroso y Compasivo. También generó en el viejo la extraña manera –claro, para él-
de orar en cada momento que hubiera la ocasión. Y oraba de y con fe.
Bajó de la unidad. Camino hacía
aquella mole de concreto y acero y en el trayecto saco un cigarro. Le dio dos
caladas y lo tiró. -¡Sólo la pinche costumbre “nomás”!- se dijo. Hacía lustros
que no se fumaba un cigarro entero. Solo dos o tres caldas y a la mierda. Entró
a recepción. Antes de preguntar revisó su corbata, se levantó el sombrero para
acomodar los pocos cabellos que se habían salido de su lugar durante el viaje. Mostrando
su ramito de rosas blancas y rojas junto con su cajita de chocolates, preguntó
por la dama. La señorita le dio largas
-¿Es usted familiar de la
paciente?
-No, pero lo seré en unas horas
–contestó con esa gracia que lo distinguió siempre para crear chistes en cuanta
ocasión se le presentara.
-No puedo permitirle el acceso,
señor, si no compruebo que es usted familiar directo de la paciente –dijo en
tono seco la joven de nariz aguileña.
El viejo le hizo una segunda propuesta. Al final, se decía y le dijo a
la joven de nariz aguileña, se trata de enrolar. Le dio dos o tres razones y le
dijo un par de nombres que él bien sabía que ella tendría en su lista de
familiares. Le contó sus planes y ella, la de nariz aguileña, quizá no
entusiasmada, pero si emocionada con lo que oyó, le dio acceso a piso al
elegante, pero informal, caballero.
Subió, a pesar de su invalidez por las escaleras. Eran sólo
dos ‘pisitos’ y bien válidos. Buscaba el número de habitación cuando vio a
aquel niño. Al verlo dejó de buscar. Sabía que había llegado a donde debía
llegar. Era un niño como de diez, quizá doce años. Tenía una carita de ángel
donde unos labios, finos y delgados, le dibujaban una mueca que parecía sonrisa
aunque el niño estaba serio, quizá espantando, quizá aburrido, quizá pensativo.
Pero fue su mirada la que le dio al viejo
la certeza de haber llegado a su destino. Una mirada profunda, unos ojos negros
y expresivos –Tiene la mirada de ella. No puedo estar equivocado. ¡Carajo! Es
como si fuera una ‘marca de la casa’. -Es igualita.
Un hombre salió a su paso. Supo
quién era. También la mirada lo delataba. Se cruzó en su camino. ”Alfonso II, El Casto, fue el primer
peregrino en ir en romería al Santo Sepulcro de Santiago el Mayor”, recordó
el viejo, aunque hoy no había
sepulcro de por medio, le dio por acordarse y hacer analogías absurdas al
encontrarse con “El Mayor” de los Santiago, sabiendo-suponiendo que el niño que
había visto segundos antes era “El Menor”. Se quitó el sombrero para demostrar
indefensión y le esbozó una sonrisa. El hombre, alzando los hombros y sacando
el pecho le dijo
-Usted sabe que no debería de
permitir esto.
-Lo sé, y por eso te estaré
agradecido infinitamente. Por ser irracional –le contestó el viejo
con un casi nudo en la garganta. Tantos años, tantas lunas, tantos sueños y por
fin cruzaba palabras con él.
-Mi madre está dormida. Ya se encuentra
mejor. Gracias por hablar y preocuparse por ella.
-Gracias a ti por darme la
oportunidad de saber de ella. No me hables de usted… bueno, si no te molesta.
-Claro. Pero…
-No… no digas nada, todos sabemos
aquí que todo esto está mal. Sólo
deja que lo arregle.
-Está bien.
-Dios te bendiga.
Entró el viejo a la ‘habitación’. La miro allí tumbada en la cama. Por
encima de las sábanas blancas que la cubrían del frío vio que vestía aquellas
feas batas azules a las que siempre les tuvo asco, desde que joven y vio a su
padre en sus peores días vestido con esas batas. Ella dormía. Le acarició la
mejilla derecha con el dorso de su mano izquierda. Mostrando que venía desnudo,
sin armas, sin escudos… sin su anillo de bodas.
Aprovechó que ella dormía y abrió
el paquete. Colocó en un sofá individual, tipo reposet, que había en la
habitación un hermoso vestido negro con detalles color perla en el escote y el
bastidillo. También traía unos zapatos de tacón de mediana altura con cintillas
delgadas y elegantes que puso en justo de frente del sofá.
Recorrió otra silla que había en
el cuarto y se puso al lado de ella. Le cogió la mano y se la acarició: sin
prisa, sin miedo, con toda la clama del mundo; con fuerza necesaria para que
ella sintiera, pero con la ternura indispensable que ella se merecía.
Pasaron quizá veinte o treinta
minutos cuando notó el viejo que ella
empezó a despertar. Dejo que se espabilará, dejó que la vista de ella se
aclarara y por sí misma notará quién estaba tocando su mano. “… pero el día que
te dije Te quiero te di mi cariño y
no supe de mí…” musitó aquel verso de San José Alfredo el viejo cuando notó que ella lo reconoció. Ella comenzó a querer
reír… entre débiles sollozos, pero con aire de risa dijo
-¿Qué haces aquí?
-Te ves hermosa, mi amor. Qué te
hicieron que te veo más joven que el día que te dejé de ver.
Ella comenzó a llorar
-¿qué haces aquí? ¿Por qué
volviste? –le preguntaba cerrando sus ojitos bonitos
-Nunca me fui, amor. Siempre
estuve aquí, Gaviota –le decía el viejo
mientras le secaba con sus pulgares las lágrimas de sus mejillas arrugadas.
-¡Pero… pero qué haces aquí!
Sabes que…
-Ya, lo sé. No digas nada –dijo
él mientras volteaba su mirada hacía el sofá para que ella desviara su atención
al mismo. –Vine para llevarte a bailar ¿lo recuerdas? Te lo prometí. También te
traje chocolates. Quise traer uno por cada año, pero eran tantos que no cabían
en la caja.
Ella miró el hermoso vestido
negro con detalles color perla en el escote y el bastidillo y el par de tacones
en el piso. Sollozó. Un llanto se ahogaba en su garganta. Se abrazó al él y por
fin lloró.
-¡Perdóname! ¡Perdóname!
-¡No, hermosa, Gaviota de ojos
bonitos! Perdóname tú, por haber estado aquí siempre y nunca haberte dicho que
te seguía amando
Se fundieron en un abrazo. Lloraron,
hombro a hombro, recuerdo a recuerdo.
-¡Maldito seas! ¡Nunca te pude
olvidar!
-¡Maldita seas!... No, no es
cierto… yo tampoco te pude olvidar, pero no eres maldita mi amor. ¡Perdón!
De pronto el llanto de ambos
ceso. Sólo quedaban suspiros y sollozos. Él le apoyó a la levantarse de la
cama. La sostuvo dentro de la regadera. Le talló la espalda y sus nalgas
–Siguen siendo tan hermosas como las recordaba siempre, Calipigia de mi vida-. La apoyó a vestirse. Él sólo se limitaba a
decirle ‘te amos’ a su manera: “Ten cuidado”, “Agárrate de mí”, “Ven, deja te
seco”, “Quieres de esta crema o te consigo otra”, “Dame el otro pie”, “No te
aprieta mucho el tacón”. Ella se empezó a preocupar
-Pero ¡Cómo vamos a salir de
aquí!
-Ya, no te apures. Está todo
arreglado. Esta noche te robo.
Ella sonrió y confío en él. Toda
la vida lo había hecho y toda la vida dudo de ella por confiar en él. Hoy no
sería así.
Salieron del hospital. Ella iba
de su brazo más guapa que Elizabeth Taylor
y él se sentía más galán que Clark Glabe.
-¿Y Babieca, corazón? –preguntó
ella al ver que el paraba un taxi.
-Bueno, hermosa, hicimos un mutuo
juramento para ya no hacernos daño –y llevó la mano de ella a su prótesis-
-Pero supe que aún así la usabas.
-Bueno, fue un tiempo. Ahora la
usan más los hijos. Yo sólo la lavo los domingos con los nietos y le doy sus
servicios.
-¡Oh, sí! Supe que te casaste.
-Sólo un par de veces. De la
primera enviudé, pero me regaló un hermoso hijo. De la segunda me divorcié por
mi singular manera de beber.
-Lo siento por la primera. Por tu
segundo matrimonio, ¿qué te puedo decir?
-Nada. Ni por el primero ni por
el segundo.
Bajaron en un hotel en las
periferias de la ciudad.
-Como en los viejos tiempos. De
aquí se ve la ciudad a nuestros pies. –le dijo mientras la apoyaba a bajar del
auto de alquiler.
Ella no pudo contener de nuevo el
llanto. El viejo le tapó el viento
con su saco de tweed y le apretó la mano de donde iban agarraditos. Entraron al hotel directo al lobby. Una mesa con Don
Pérignon los esperaba. Un mozo les destapó la botella. Brindaron. Ella por la
noche, por el vestido, por sus pies cansados; él por los ojos de ella, por su
sonrisa, por los rompevientos, por
años en la ‘banca’ que bien valieron el champán. Rieron y él la cogió del brazo
y se fueron a bailar.
Ella se sintió tan segura, tan en
paz, tan tranquila, tan plena que pensó que había muerto en la cirugía. Lo miró
a los ojos. Sintió sus manos en su talle, percibió su olor, ¡notó su magia! Y
supo que era verdad ¡Estaba bailando con él! Él, con un nudo en la garganta le
sonrío. La apretó más a su pecho y notó su calor. Su aroma, su fuego le dieron
la razón de que no era un sueño. Que eran tan real como su prótesis, tan real
como sus noches mojadas en lágrimas de añoranza, tan cierta como sus interrogaciones,
como sus años buscando cura a sus heridas con besos que sólo causaron adicción
a sus labios.
Se sintieron felices, uno
abrazado del otro, bailando juntos el vals de la “redención”. Sin prisas, sin
relojes ni conejos corriendo gritando que no había tiempo para esto, sin
escondijos, sin preocupaciones.
-Ya es demasiado tarde, hermoso
–dijo ella. –Estamos tan viejos, que nos queda tan poco.
-Nos espera lo mejor -dijo él. Es
la hora de amarnos como siempre quisimos. Confía. No me sueltes, no te suelto –y
la impulsó a dar otra vuelta que los compases del aquel vals mandaba a seguir.
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Era una noche fría. Tenía tres
días la ciudad así de fría. Aunque en un hotel, dos corazones errantes bailan
por fin enamorados el vals de su redención. Ellos no saben que un hombre ebrio
prende una veladora por su amor, por ellos, justo al mismo tiempo que ellos
bailan, sólo que treinta tres años antes.
Morelia, Michoacán.
Diciembre de 2013
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