Páginas

Mi pinche bar

domingo, 29 de diciembre de 2013

La Veladora.
Hace frío. Es casi media noche. Es Diciembre. Un hombre enciende una veladora. Baja la cabeza. Hace una oración en silencio. De sus ojos brota una trémula lágrima que resbala por su mejilla. Se acomoda la chaqueta y enciende un cigarrillo. Se santigua frente al ‘pequeño pebetero de esperanza’. Se marcha a dormir. Tras de él queda una llamarada donde arden sus deseos.

**************************************

La tarde es fría. No ha mejorado el clima en la ciudad en tres días. Los diarios hablan de una veintena de muertos por hipotermia –hay que desconfiar de las cuentas de los diarios, suelen ser incorrectas; el lector debe ser objetivo y perspicaz. Los diarios se basan en reportes ‘oficiales’ que nunca toman en cuenta a los que mueren abandonados en un lote baldío o aquellos corazones solitarios que nunca saludan al vecino y hasta que sus fétidos olores llegan a los extraños se da uno cuenta de que la cuenta suma y sigue-. Un hombre, mejor dicho, un viejo se levanta de su cama. Abandona con entusiasmo la sordidez de su cama y toma un baño. Se viste, no con sus mejores galas, pero sí con las que más le gustan: pantalón de vestir oscuro, camisa azul y un saco de tweed color beige. Se adorna el cuello con una corbata de chillonas franjas amarillas y blancas. Su cabeza la corona con aquel viejo y bien cuidado sombrero que Miguel, -¡Ay, hace tantos años ya!- le regaló como agradecimiento de su amistad. En sus ojos cansados brilla un poquitín de aquella hermosa luz que reflejaba en sus años de juventud. Camina a la cocina y toma un vasito de ‘Lambrusco’. Una probadita para el frío. Hace años su doctor le dio visto bueno e incluso le recomendó tomar una copita de vino –O de mezcal- por las mañanas. Todavía Edwin bromea con él cuando el viejo se justifica de su costumbre mañanera de beber antes del desayuno:
-Mira, cabrón, dos cosas nada más: La primera, es sólo “una” copita; dos, el doctor “te recomendó” ¡Jamás te recetó! Tomar por las mañanas, ¡pendejo!
A pesar de tantos años, la broma sigue. Él ahora sí tomará sólo una copita. Aunque el frío cala, el mezcal no le apetece.
Recoge de la mesa un paquete. Revisa que esté en condiciones perfectas. Coge una caja de chocolates. Antes de salir de la casa se aliña, revisa su camisa, se acomoda la corbata y se persigna ante aquel altar que está al salir de su casa. Hace frío. No importa. Es un día bello. Sonríe porque sabe que lo es.
Pasa por el garaje. Ve su motocicleta. Se detiene y por su mente pasa un montón de recuerdo sobre ella. Los rompevientos, las caídas, los desperfectos en carretera, las empapadas frías y excitantes. Miró su prótesis y dijo:
-¡Pinche Babieca! Aun así sabes que sé que valió la pena cada minuto, cada kilómetro, cada aventura en tus lomos.
Salió el viejo y caminó cuatro cuadras hasta el crucero. Busco a la florista que entre vehículos ofrecía sencillos, pero hermosos ramos de flores. Escogió, no las mejores, pero sí las más hermosas. Un hermoso ramito de rosas blancas y rojas. Pasó de tener que transbordar para llegar al Hospital, así que decidió caminar otras tres cuadras para tomar el colectivo que hace la ruta directa al nosocomio –aunque el trayecto fuera más tardado, así le daría tiempo para meditar sus palabras-.
Abordó el autobús. Camión viejo que le fallaba el escape. Recordó aquel capítulo de “Bajo el Volcán” donde el cónsul viajaba con Yvonne y Hugh en una carcacha –según Lowry-. Se sentó. Sacó de su bolsillo un pequeño rosario que Vanesa, le dio el día en que quedó huérfano de madre. Comenzó a pasar las cuentas entre sus dedos y sus labios musitaban algo. Aquella mañana que Vanesa le había regalado ese diminuto rosario de madera, no se había dado cuenta de la cantidad de Milagros que él generarían: fue la primera vez que en verdad sintió la necesidad de la existencia de un Dios, y la necesidad de que éste Dios fuera Amoroso y Compasivo. También generó en el viejo la extraña manera –claro, para él- de orar en cada momento que hubiera la ocasión. Y oraba de y con fe.
Bajó de la unidad. Camino hacía aquella mole de concreto y acero y en el trayecto saco un cigarro. Le dio dos caladas y lo tiró. -¡Sólo la pinche costumbre “nomás”!- se dijo. Hacía lustros que no se fumaba un cigarro entero. Solo dos o tres caldas y a la mierda. Entró a recepción. Antes de preguntar revisó su corbata, se levantó el sombrero para acomodar los pocos cabellos que se habían salido de su lugar durante el viaje. Mostrando su ramito de rosas blancas y rojas junto con su cajita de chocolates, preguntó por la dama. La señorita le dio largas
-¿Es usted familiar de la paciente?   
-No, pero lo seré en unas horas –contestó con esa gracia que lo distinguió siempre para crear chistes en cuanta ocasión se le presentara.
-No puedo permitirle el acceso, señor, si no compruebo que es usted familiar directo de la paciente –dijo en tono seco la joven de nariz aguileña.
El viejo le hizo una segunda propuesta. Al final, se decía y le dijo a la joven de nariz aguileña, se trata de enrolar. Le dio dos o tres razones y le dijo un par de nombres que él bien sabía que ella tendría en su lista de familiares. Le contó sus planes y ella, la de nariz aguileña, quizá no entusiasmada, pero si emocionada con lo que oyó, le dio acceso a piso al elegante, pero informal, caballero.
Subió, a pesar de su invalidez por las escaleras. Eran sólo dos ‘pisitos’ y bien válidos. Buscaba el número de habitación cuando vio a aquel niño. Al verlo dejó de buscar. Sabía que había llegado a donde debía llegar. Era un niño como de diez, quizá doce años. Tenía una carita de ángel donde unos labios, finos y delgados, le dibujaban una mueca que parecía sonrisa aunque el niño estaba serio, quizá espantando, quizá aburrido, quizá pensativo. Pero fue su mirada la que le dio al viejo la certeza de haber llegado a su destino. Una mirada profunda, unos ojos negros y expresivos –Tiene la mirada de ella. No puedo estar equivocado. ¡Carajo! Es como si fuera una ‘marca de la casa’. -Es igualita.
Un hombre salió a su paso. Supo quién era. También la mirada lo delataba. Se cruzó en su camino. ”Alfonso II, El Casto, fue el primer peregrino en ir en romería al Santo Sepulcro de Santiago el Mayor”, recordó el viejo, aunque hoy no había sepulcro de por medio, le dio por acordarse y hacer analogías absurdas al encontrarse con “El Mayor” de los Santiago, sabiendo-suponiendo que el niño que había visto segundos antes era “El Menor”. Se quitó el sombrero para demostrar indefensión y le esbozó una sonrisa. El hombre, alzando los hombros y sacando el pecho le dijo
-Usted sabe que no debería de permitir esto.
-Lo sé, y por eso te estaré agradecido infinitamente. Por ser irracional –le contestó el  viejo con un casi nudo en la garganta. Tantos años, tantas lunas, tantos sueños y por fin cruzaba palabras con él.
-Mi madre está dormida. Ya se encuentra mejor. Gracias por hablar y preocuparse por ella.
-Gracias a ti por darme la oportunidad de saber de ella. No me hables de usted… bueno, si no te molesta.
-Claro. Pero…
-No… no digas nada, todos sabemos aquí que todo esto está mal. Sólo deja que lo arregle.
-Está bien.
-Dios te bendiga.
Entró el viejo a la ‘habitación’. La miro allí tumbada en la cama. Por encima de las sábanas blancas que la cubrían del frío vio que vestía aquellas feas batas azules a las que siempre les tuvo asco, desde que joven y vio a su padre en sus peores días vestido con esas batas. Ella dormía. Le acarició la mejilla derecha con el dorso de su mano izquierda. Mostrando que venía desnudo, sin armas, sin escudos… sin su anillo de bodas.
Aprovechó que ella dormía y abrió el paquete. Colocó en un sofá individual, tipo reposet, que había en la habitación un hermoso vestido negro con detalles color perla en el escote y el bastidillo. También traía unos zapatos de tacón de mediana altura con cintillas delgadas y elegantes que puso en justo de frente del sofá.
Recorrió otra silla que había en el cuarto y se puso al lado de ella. Le cogió la mano y se la acarició: sin prisa, sin miedo, con toda la clama del mundo; con fuerza necesaria para que ella sintiera, pero con la ternura indispensable que ella se merecía.
Pasaron quizá veinte o treinta minutos cuando notó el viejo que ella empezó a despertar. Dejo que se espabilará, dejó que la vista de ella se aclarara y por sí misma notará quién estaba tocando su mano. “… pero el día que te dije Te quiero te di mi cariño y no supe de mí…” musitó aquel verso de San José Alfredo el viejo cuando notó que ella lo reconoció. Ella comenzó a querer reír… entre débiles sollozos, pero con aire de risa dijo
-¿Qué haces aquí?
-Te ves hermosa, mi amor. Qué te hicieron que te veo más joven que el día que te dejé de ver.
Ella comenzó a llorar
-¿qué haces aquí? ¿Por qué volviste? –le preguntaba cerrando sus ojitos bonitos
-Nunca me fui, amor. Siempre estuve aquí, Gaviota –le decía el viejo mientras le secaba con sus pulgares las lágrimas de sus mejillas arrugadas.
-¡Pero… pero qué haces aquí! Sabes que…
-Ya, lo sé. No digas nada –dijo él mientras volteaba su mirada hacía el sofá para que ella desviara su atención al mismo. –Vine para llevarte a bailar ¿lo recuerdas? Te lo prometí. También te traje chocolates. Quise traer uno por cada año, pero eran tantos que no cabían en la caja.
Ella miró el hermoso vestido negro con detalles color perla en el escote y el bastidillo y el par de tacones en el piso. Sollozó. Un llanto se ahogaba en su garganta. Se abrazó al él y por fin lloró.
-¡Perdóname! ¡Perdóname!
-¡No, hermosa, Gaviota de ojos bonitos! Perdóname tú, por haber estado aquí siempre y nunca haberte dicho que te seguía amando
Se fundieron en un abrazo. Lloraron, hombro a hombro, recuerdo a recuerdo.
-¡Maldito seas! ¡Nunca te pude olvidar!
-¡Maldita seas!... No, no es cierto… yo tampoco te pude olvidar, pero no eres maldita mi amor. ¡Perdón!
De pronto el llanto de ambos ceso. Sólo quedaban suspiros y sollozos. Él le apoyó a la levantarse de la cama. La sostuvo dentro de la regadera. Le talló la espalda y sus nalgas –Siguen siendo tan hermosas como las recordaba siempre, Calipigia de mi vida-. La apoyó a vestirse. Él sólo se limitaba a decirle ‘te amos’ a su manera: “Ten cuidado”, “Agárrate de mí”, “Ven, deja te seco”, “Quieres de esta crema o te consigo otra”, “Dame el otro pie”, “No te aprieta mucho el tacón”. Ella se empezó a preocupar
-Pero ¡Cómo vamos a salir de aquí!
-Ya, no te apures. Está todo arreglado. Esta noche te robo.
Ella sonrió y confío en él. Toda la vida lo había hecho y toda la vida dudo de ella por confiar en él. Hoy no sería así.
Salieron del hospital. Ella iba de su brazo más guapa que Elizabeth Taylor  y él se sentía más galán que Clark Glabe.
-¿Y Babieca, corazón? –preguntó ella al ver que el paraba un taxi.
-Bueno, hermosa, hicimos un mutuo juramento para ya no hacernos daño –y llevó la mano de ella a su prótesis-
-Pero supe que aún así la usabas.
-Bueno, fue un tiempo. Ahora la usan más los hijos. Yo sólo la lavo los domingos con los nietos y le doy sus servicios.
-¡Oh, sí! Supe que te casaste.
-Sólo un par de veces. De la primera enviudé, pero me regaló un hermoso hijo. De la segunda me divorcié por mi singular manera de beber.
-Lo siento por la primera. Por tu segundo matrimonio, ¿qué te puedo decir?
-Nada. Ni por el primero ni por el segundo.
Bajaron en un hotel en las periferias de la ciudad.
-Como en los viejos tiempos. De aquí se ve la ciudad a nuestros pies. –le dijo mientras la apoyaba a bajar del auto de alquiler.
Ella no pudo contener de nuevo el llanto. El viejo le tapó el viento con su saco de tweed y le apretó la mano de donde iban agarraditos. Entraron al hotel directo al lobby. Una mesa con Don Pérignon los esperaba. Un mozo les destapó la botella. Brindaron. Ella por la noche, por el vestido, por sus pies cansados; él por los ojos de ella, por su sonrisa, por los rompevientos, por años en la ‘banca’ que bien valieron el champán. Rieron y él la cogió del brazo y se fueron a bailar.
Ella se sintió tan segura, tan en paz, tan tranquila, tan plena que pensó que había muerto en la cirugía. Lo miró a los ojos. Sintió sus manos en su talle, percibió su olor, ¡notó su magia! Y supo que era verdad ¡Estaba bailando con él! Él, con un nudo en la garganta le sonrío. La apretó más a su pecho y notó su calor. Su aroma, su fuego le dieron la razón de que no era un sueño. Que eran tan real como su prótesis, tan real como sus noches mojadas en lágrimas de añoranza, tan cierta como sus interrogaciones, como sus años buscando cura a sus heridas con besos que sólo causaron adicción a sus labios.
Se sintieron felices, uno abrazado del otro, bailando juntos el vals de la “redención”. Sin prisas, sin relojes ni conejos corriendo gritando que no había tiempo para esto, sin escondijos, sin preocupaciones.
-Ya es demasiado tarde, hermoso –dijo ella. –Estamos tan viejos, que nos queda tan poco.
-Nos espera lo mejor -dijo él. Es la hora de amarnos como siempre quisimos. Confía. No me sueltes, no te suelto –y la impulsó a dar otra vuelta que los compases del aquel vals mandaba a seguir.

**************************************      

Era una noche fría. Tenía tres días la ciudad así de fría. Aunque en un hotel, dos corazones errantes bailan por fin enamorados el vals de su redención. Ellos no saben que un hombre ebrio prende una veladora por su amor, por ellos, justo al mismo tiempo que ellos bailan, sólo que treinta tres años antes. 

Morelia, Michoacán. Diciembre de 2013